Ahora bien, una de las actividades más vergonzosas que puede hacer un hombre como yo, es ir de compras con su mamá (y más aún si te compra calzoncillos de los Power Rangers). Sin embargo, se pueden hacer dos cosas al respecto para, aún bajo la dominación del bochorno situacional, seguir honrando el lazo maternal. Y estas son:
- Dándole a entender a la gente que sólo estás allí como una bestia de carga y que para nada estás cómodo con la situación. Mostrándote hosco, con ceño fruncido y gestos indicando que no deseas estar en aquél lugar.
- Separarte de ella e ir directamente a zonas neutrales del súper: bebidas alcohólicas, pasta de dientes, papel de baño, libros y carnes; pero nunca dejes que te vean babeando en una sección de salchichonería (¡por todos los dioses, no seas tan descaradamente gay!) Aunque lo mejor que puedes hacer es ir a las zonas de clientes masculinos: electrónicos, plomería, deportes, etc. Qué mejor que te vean levantando una taza de retrete para inspeccionarla o comparando dos tornillos exactamente iguales.
Yo por mi parte tengo ya mi recorrido sistemático: primero voy a la sección deportiva, luego a electrónicos o carpintería para embelesarme con los trebejos mostrados, y al final, me dirijo adonde se encuentra la ropa interior femenina ¿por qué? Les explicaré mis razones en la historia que les narrará el tío Profeta a continuación mientras se sientan en mi regazo.
* * *
Adentro del supermecado, llené una bolsa negra con cientos de calzones femeninos, un paquete de confeti y crema batida marca"Chantillí". Me llevé todo al baño dentro del cuál me desnudé lentamente al ritmo de una música sensual de Jazz. Fue ahí donde comencé un ritual tan increíblemente depravado, que hubiera hecho sonrojar hasta al más lascivo de los presos de la cárcel de Almoloya. Ungí mi apolíneo cuerpo con la crema batida; luego mezclé el confeti y los calzones femeninos adentro de la bolsa, y comencé a lanzar los puñados de felicidad al aire para que me cayeran encima y se me quedaran adheridos. Un firmamento de lunas de papel y galaxias de colores aterrizaron sobre mi engrasado cuerpo de pervertido. Respiré los calzones hasta que se impregnaron en lo más profundo de mi cerebro. Extasiado, feliz, inmerso y respirando fuerte, me tiré al piso y comencé a revolcarme en un edén de calzones que se quedaban pegados a mi alma. ¡Cómo me regocijé en mi abyecta enfermedad! Desafortunadamente al poco tiempo terminó mi fantasía. Una detestable persona interrumpió mi nirvana con sus toquidos, los cuales, al acudir yo a su llamado me respondieron.
—Hola, guapo. Llevo un rato observándote desde que entrastes al supermercado —dijo aquél hombre currutaco de bucles dorados y ojos celestes, que llevaba un suéter rosado límpido y una bufanda blanca rodeando su cuello—. Tengo una pregunta que hacerte, si tú me lo permites.
—O-okey —le dije un tanto avergonzado, cubriéndome las partes nobles infladas por la sangre caliente de mi apasionamiento.
—¿En cuánto me vendes un kilogramo de amor, nene? ¡Dímelo, amor mío! ¿Qué me pides a cambio de que pueda sumergirme hasta el esófago ese tremendo pedazo de embutido que llevas colgando entre las piernas? Esa deliciosa fuente de calorías, de hormonas y de pasión. Esa enorme boa constrictora que, con su vigorosa asfixia, bendice a sus afortunadas víctimas. Anda, confiesa tu más íntimo precio, mi bebé hermoso.
¡Nooo pinches mames! Así como ustedes al leer lo anterior, yo, mil veces más me quedé atónito, con la boca más abierta que un hipopótamo, sin saber qué chingados hacer ni responder.
El homosexual se movió lentamente hacia mi cintura mostrando sin recato sus aviesas intenciones. Poco a poco se acercó hasta que ya no se pudo contener y se abalanzó rápidamente con su boca hacia mi pene como si fuera a succionarlo. Reaccioné rápido. Apenas giré mi cuerpo evadiendo sus labios, quedando justamente atrás de él, listo para defenderme.
—¡Malditos homosexuales PUUUTOOOOSS y maricones! —grite con todo mi estómago. Destellaba yo infiernos de los ojos.
Intentó asir mi pene de nuevo, sin embargo, lo esquivé nuevamente, le di un karatazo en la nuca y le quité su bufanda blanca con la cual comencé a estrangularle hasta dejarlo inconsciente en el piso. Después lo cargué hacia donde están los espejos del lavamanos, lo senté y allí mismo escribí con la crema Chantillí que me sobró: "Por las bufandas vivisteis en la mariconería y por las bufandas moriréis como puto".
Rápidamente cubrí mi cuerpo desnudo de pervertido y salí a buscar a mi madre para largarnos de allí lo más pronto posible, antes que descubrieran mi crimen (el de los calzones femeninos). Pero algo raro había ocurrido en donde ella se encontraba. La gente se amontonaba alrededor de mi madre y de otra señora más. Habían chocado ambas sus carritos del supermercado; un impacto mayor de cuantiosas pérdidas. Había miembros del peritaje, un gerente y varios niños que empacan las bolsas. Algunos decían que la culpa era de la señora por tener poca precaución al entrar a un pasillo de mayor velocidad; otros más culpaban a mi madre por tomar vuelo en su carrito y treparse en él usándolo como patín. Lo cierto es que mi mamá se enojó por la manera tan envilecedora en que se dirigían a ella, y le replicó: "A mi me vale verga lo que usted diga, señora".
La señora que escuchó tal abyección de su propio nivel no pudo contener su furia, y, como si fuera un tigre, se lanzó sobre mi madre para jalarla de los cabellos y patearla en el piso.
—¡Esperen, señoras, mías!— dijo el gerente horrorizado—. ¡Van a destruirlo todo! —Trató de separarlas, pero rápidamente lo detuve con el brazo y le dije "tranquilo, ella sabe defenderse".
Cuando la señora iba a darle el golpe final a mi madre, la cual estaba abatida en el piso, ella reaccionó y le dio una patada de mediavuelta de por abajo que la tumbó al piso (como en Mortal kombat); luego se levantó y dijo: "Ni uno más, señora, ni uno más." Y fue así que en el supermercado pusieron una música de breakdance para ambientar, que abrió paso a una batalla épica y fragorosa por todo el supermercado, destruyendo vitrinas, botellas y tirando anaqueles en efecto dominó.
Pelearon por todos lados, a puño limpio; golpes secos de boxeador directos a la mandíbula y a la nariz, mas una que otra patada a las costillas. Una de tales arrojó brutalmente a mi mamá hacia un montón de tomates los cuales al explotar mancharon la camisa de un niño vestido de blanco que recién había hecho su primera comunión.
—¿Ah, sí, puCta perra de mierda? —dijo mi mamá—. ¡Pues toma! —Y za-za-za, y záaa... cuello, nariz, estómago, costilla izquierda, costilla derecha, mejillas y estómago nuevamente, fue el orden de los puñetazos de hierro asestados por mi madre. Cuando su enemiga estaba apunto de caer noqueada, mi mamá la tomó del brazo, comenzó a girar y al momento que la fuerza centrífuga fue suficiente, la arrojó directo hacia una torre de vinos chilenos destruyéndola toda. Luego todos comenzaron a aplaudir y el gerente nos regaló un jamón envinado por nuestro contratiempo.
* * *
Snif. La verdad es que solo estuve parado frente a la vitrina buscando un adaptador RJ11 de un plug y tres jacks para la instalación de teléfono, mientras hacia cálculos en voz alta y me pasaba las manos por el cabello, haciendo caso omiso de la gente que me miraba como si fuera un anormal.
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