Ayer cuando salí de compras del supermercado pasé, como ya es tradición, a chingarme mis tres angus en el Burguer King del centro.
Ya había encontrado un booth alejado de toda persona que pudiera acercarse a molestar, o, peor aún, mirar mi comida; también había llenado mi vaso de refresco hasta el tope, le había puesto la tapa, e incluso ya había contado las papas (tengo una horrible manía de contar todo lo que me como. Cuando era niño contaba cada grano de mi cereal separándolos con la cuchara en otro plato. Mi mamá se enfurecía porque tardaba mucho en comenzar a comer, y cuando se daba cuenta de que estaba contando la comida, me regañaba o me pegaba en la nuca. Hasta la fecha lo sigo haciendo pero he aprendido a disimular magistralmente. En serio, ¡ayúdenme, por favor!!)
Total que todo mi festín estaba concertado: 48 papas fritas, 3 hamburguesas y casi 1 litro de Coca Cola, listo para combinarlo todo en mi boca y realizar una orgía de sabor en mi paladar; cuando súbitamente se coló un escurridizo chamaco de la calle, de esos con el cabello estilo cacto, que venden flores, el cual burló los ojos vigilantes del gerente y se fue directamente al baño, no sin antes echarle un vistazo a mi comida. “¡Escuincle truhán y hambriento, ha de querer que le de una hamburguesa! ¡Ja! ¡NUUUNNCAA!” –pensé para mis adentros. Y no me equivocaba... justo cuando iba a dar la primer mordida y mis papilas gustativas lubricaban al máximo, escuché: “señor, ¿me regala una hamburguesa?”.
A pesar de que retiré la hamburguesa de mi boca, esta siguió abierta debido a la sorpresa que me había causado tal atrevimiento. Yo, el hombre más egoísta, envidioso, ruín y despreciable –cuando de hamburguesas se trata– regalarle, ya no digamos unas cuantas papas, sino ¡una hamburguesa completa a un niño desconocido! ¡Una angus, por Dios!
Si tan sólo cuando recibo mi charola que trae las hamburguesas, el que me atiende ya sabe de manera automática el protocolo para salvaguardar su integridad física: decir en voz alta y temerosa el número de mi orden, ponerla en la barra y acercarla despacio con el palo de una escoba, lo más alejado posible de mi para que no le haga yo daño. Luego, al recibirla, muestro mis colmillos y comienzo a gruñir como un perro para alejar a la gente a mi alrededor, a quienes mi sistema límbico sólo percibe como una competencia, una amenaza de compartir mi sagrada comida. Me voy al rincón y empiezo a comer, mirando para todos lados, cuidando que alguien se acerque a pedirme. ¡Carajo, si soy capaz de cambiar a mi familia como esclavos por un Burguer King, ¿y este mocoso quiere una hamburguesa completa!? ¡Hazme el puto favor!
Me le quedé mirando con una media sonrisa por unos cuantos segundos. Estaba admirado, no podía creer lo que había escuchado, ni tampoco la empleada que limpiaba las mesas, quien tragaba saliva pensando que estaba a punto de presenciar un infanticidio (una previa mala experiencia cicatrizada en su brazo derecho le había enseñado a no acercarse a mi mientras me alimentaba.)
A pesar de que ya sabía la respuesta, le pregunté todavía con mi media sonrisa que si tenía las manos limpias. Me dijo que se las acababa de lavar, pero obviamente no le creí, puesto que no parecían ni húmedas ni coloradas, en caso de que se las hubiera secado con ese recio papel que ponen en los baños públicos. Además, siendo tan corto de estatura dudo que llegara a picarle al botón del secador automático, o más aún, que supiera su funcionamiento.
Mi magnanimidad hizo a un lado su mentira infantil y con una voz parecida a la de Jerjes, de la película 300, le dije:
–Hijo, puedes tomar cinco papas, no más.
El niño acercó su cultivo de bacterias que tenía por mano hacia mi contenedor de papas e irrumpí dividiendo el viento con el popote produciendo un chiflido marcial.
¡Ah, ah, ah! –le reprendí– Yo te las doy.
Separé meticulosamente las cinco papas usando el popote que aún no abría, empujándolas desde la charola hasta una servilleta que había yo dispuesto para que no cayeran en la mesa. El niño me dio unas “gracias” desconsoladas y se fue, pero le detuve.
–Olvidaste algo, niño– dije de nuevo usando la voz de Jerjes.
Con el mismo popote majestuoso le señalé una bolsita de cátsup que debajo ocultaba cinco pesos. Preguntó si eran para él y le dije que sí, pero que si seguía más tiempo cerca de mis hamburguesas me lo iba a comer a él también.
Un grupo de jóvenes que estaban sentados en el booth paralelo se echó a reír disimuladamente tras atestiguar un suceso tan fuera de lo común.
Todo aquello yo ya lo había concebido en mi mente desde el momento en que el niño miró mi hamburguesa, y debido a esto fue que me anticipé y aparté la moneda de $5 y la bolsita de cátsup, así como también reservé la cantidad de papas fritas que le daría.
Ya había encontrado un booth alejado de toda persona que pudiera acercarse a molestar, o, peor aún, mirar mi comida; también había llenado mi vaso de refresco hasta el tope, le había puesto la tapa, e incluso ya había contado las papas (tengo una horrible manía de contar todo lo que me como. Cuando era niño contaba cada grano de mi cereal separándolos con la cuchara en otro plato. Mi mamá se enfurecía porque tardaba mucho en comenzar a comer, y cuando se daba cuenta de que estaba contando la comida, me regañaba o me pegaba en la nuca. Hasta la fecha lo sigo haciendo pero he aprendido a disimular magistralmente. En serio, ¡ayúdenme, por favor!!)
Total que todo mi festín estaba concertado: 48 papas fritas, 3 hamburguesas y casi 1 litro de Coca Cola, listo para combinarlo todo en mi boca y realizar una orgía de sabor en mi paladar; cuando súbitamente se coló un escurridizo chamaco de la calle, de esos con el cabello estilo cacto, que venden flores, el cual burló los ojos vigilantes del gerente y se fue directamente al baño, no sin antes echarle un vistazo a mi comida. “¡Escuincle truhán y hambriento, ha de querer que le de una hamburguesa! ¡Ja! ¡NUUUNNCAA!” –pensé para mis adentros. Y no me equivocaba... justo cuando iba a dar la primer mordida y mis papilas gustativas lubricaban al máximo, escuché: “señor, ¿me regala una hamburguesa?”.
A pesar de que retiré la hamburguesa de mi boca, esta siguió abierta debido a la sorpresa que me había causado tal atrevimiento. Yo, el hombre más egoísta, envidioso, ruín y despreciable –cuando de hamburguesas se trata– regalarle, ya no digamos unas cuantas papas, sino ¡una hamburguesa completa a un niño desconocido! ¡Una angus, por Dios!
Si tan sólo cuando recibo mi charola que trae las hamburguesas, el que me atiende ya sabe de manera automática el protocolo para salvaguardar su integridad física: decir en voz alta y temerosa el número de mi orden, ponerla en la barra y acercarla despacio con el palo de una escoba, lo más alejado posible de mi para que no le haga yo daño. Luego, al recibirla, muestro mis colmillos y comienzo a gruñir como un perro para alejar a la gente a mi alrededor, a quienes mi sistema límbico sólo percibe como una competencia, una amenaza de compartir mi sagrada comida. Me voy al rincón y empiezo a comer, mirando para todos lados, cuidando que alguien se acerque a pedirme. ¡Carajo, si soy capaz de cambiar a mi familia como esclavos por un Burguer King, ¿y este mocoso quiere una hamburguesa completa!? ¡Hazme el puto favor!
Me le quedé mirando con una media sonrisa por unos cuantos segundos. Estaba admirado, no podía creer lo que había escuchado, ni tampoco la empleada que limpiaba las mesas, quien tragaba saliva pensando que estaba a punto de presenciar un infanticidio (una previa mala experiencia cicatrizada en su brazo derecho le había enseñado a no acercarse a mi mientras me alimentaba.)
A pesar de que ya sabía la respuesta, le pregunté todavía con mi media sonrisa que si tenía las manos limpias. Me dijo que se las acababa de lavar, pero obviamente no le creí, puesto que no parecían ni húmedas ni coloradas, en caso de que se las hubiera secado con ese recio papel que ponen en los baños públicos. Además, siendo tan corto de estatura dudo que llegara a picarle al botón del secador automático, o más aún, que supiera su funcionamiento.
Mi magnanimidad hizo a un lado su mentira infantil y con una voz parecida a la de Jerjes, de la película 300, le dije:
–Hijo, puedes tomar cinco papas, no más.
El niño acercó su cultivo de bacterias que tenía por mano hacia mi contenedor de papas e irrumpí dividiendo el viento con el popote produciendo un chiflido marcial.
¡Ah, ah, ah! –le reprendí– Yo te las doy.
Separé meticulosamente las cinco papas usando el popote que aún no abría, empujándolas desde la charola hasta una servilleta que había yo dispuesto para que no cayeran en la mesa. El niño me dio unas “gracias” desconsoladas y se fue, pero le detuve.
–Olvidaste algo, niño– dije de nuevo usando la voz de Jerjes.
Con el mismo popote majestuoso le señalé una bolsita de cátsup que debajo ocultaba cinco pesos. Preguntó si eran para él y le dije que sí, pero que si seguía más tiempo cerca de mis hamburguesas me lo iba a comer a él también.
Un grupo de jóvenes que estaban sentados en el booth paralelo se echó a reír disimuladamente tras atestiguar un suceso tan fuera de lo común.
Todo aquello yo ya lo había concebido en mi mente desde el momento en que el niño miró mi hamburguesa, y debido a esto fue que me anticipé y aparté la moneda de $5 y la bolsita de cátsup, así como también reservé la cantidad de papas fritas que le daría.
Y hablando del tema, que tiene mucho que ver -coff-coff-, desde que vi el video del hijo de puta que asesinó a dos personas en la estación del Metro Balderas, tenía ganas de comentarlo en esta página.
Para quienes no tienen idea de a qué me refiero, les detallo:
La primer víctima, un policía que hacía su trabajo noblemente sorprende al homicida grafiteando consignas antigobierno, trata de arrestarlo y n'omás de la nada: ¡toma tu balazo! Al ver esta injusticia, un héroe albañil (por eso admiro tanto a los albañiles) sin pensarlo se avienta al ruedo adrenalínico tomando al toro por los cuernos para desarmarlo, lo hieren con una bala, resbala, forcejea, sigue peleando, le disparan de nuevo, cae, pelea un poco más, vuelve a caer y Don Cobarde sin clemencia le rellena la cabeza con plomo. Después se resguarda adentro del metro, recarga su pistola y comienza a dispararle a la gente.
Ahora bien, es muy cierto que casi todos en México odiamos a los chilangos (personas nacidas en la Ciudad de México, para quienes no son mexicanos) pero de un odio tradicional a ponerse a dispararles a quemaropa hay un larguísimo tramo de locura, malaleche y nulidad testicular. Este hijo de puta ya iba con intenciones de matar gente (que trabajara para el gobierno a quien le tenía/tiene aversión) pues llevaba a la mano municiones y hasta un pañuelo para limpiar su revolver.
¡Mentira! La verdad es que no odio a los chilangos, de hecho aplaudo en particular a tantos héroes anónimos que, arriesgando sus vidas, le cayeron como enjambre al homicida para tratar de salvar otras vidas más. Además, ¿cuántas balas se necesitan para matar a un chilango? En serio, parece que tanto smog les ha desarrollado una piel casi inmune a las balas, pues por más que el tipo les disparaba ellos seguían pelee y pelee. Eso es tener pelotas y un esqueleto de adamantium (o estar muy acostumbrados a la rutina diaria).
Aquí pueden ver el video versión light (no muestra sangre ni nada por el estilo, sólo el forcejeo):
Honor a quien honor merece, cosas a notar:
- Min. 2:54 - El gordo que saca su navaja para picar al desquiciado (mala suerte que no lo pudo hacer)
- Min. 1:13 - El hombre de blanco que se acerca a ayudar al albañil y recibe un balazo; no obstante, no resiente el balazo ni por dos segundos, desiste de ayudar y se regresa caminando tranquilamente como si nada hubiera ocurrido, como si el recibir un balazo fuera un hecho intrascendente; luego mira su ropa y hace una expresión como diciendo "¡Puuta! ¡Voy a tener que comprarme otra camisa!"(Min. 1:25) Todo esto sin soltar su saco ni los papeles de la oficina... ¡CARAJO! ¡PERO QUÉ HUEVOTES DE TORO TIENE ESE CABRÓN!
-
Min. 2:16 - El chingonsísimo policía judicial que se acerca disparando y desarma al matón con la mano derecha (con la que porta el arma) y con la mano izquierda aplica una palanca inhabilitándolo. Máximus Vergae. Se parece a los detectives que acompañan a Mario Almada en cada una de sus películas; además, en la entrevista uno puede darse cuenta de que es uno de esos señores correctos que no acepta a los homosexuales.
A mi todo me parece un hecho psicótico aislado y circunstancial que el mismo homicida no esperaba. El hombre iba con intenciones de matar personas que trabajaran para el gobierno, esa era su obsesión. A todos los civiles les dispara en zonas no mortales para controlarlos, hasta que pierde la cordura con el albañil y lo asesina.
Las autoridades dicen que el hombre no tiene indicios de desequilibrio mental...
¡Bah! Escribirle 50 cartas al presidente y citar la biblia mientras le dispara a la gente es algo muy normal… Siiii claaaarooo… Pero eso sí, las personas que secuestran gente, reciben su pago y aún así matan a sus víctimas sin estar en una situación alarma, y con la adrenalina y la respiración controladas; esos sí están loquitos; Derechos Humanos corre rápido a abogar por ellos ¡pobrecitos!
¡Hijos de puta! ¿Cómo no están en la sierra abogando por los derechos de las familias de los indígenas que mueren asesinados protegiendo la selva? ¿Cómo no presionan a las autoridades fronterizas a que se solucionen los casos de las más de 300 mujeres asesinadas por José Luis Ávila Herrera en los alrededores de Ciudad Juárez? ¿Cómo no están en Xalapa evitando que un niño pida que le regale una angus entera? ¡Anarquismo puro!